Julio Cortázar pensaba que, en la batalla entre Edgar Allan Poe y su padre adoptivo, el
acaudalado empresario John Allan, este
último había perdido la partida contra el poeta en todos los terrenos. Allan había apostado a que ese “hijo” fuese
un continuo de su vida, un abogado, un hombre dedicado al comercio, un inversor
de la heredada fortuna de su tío. En lugar de eso, el chico resultó ser el escritor más creativo del
siglo XIX.
Nacido en 1809, Edgar escribiría poemas a los once años. A
los dieciocho quería publicarlos. La
conflictiva relación entre hijo no biológico y padre autoritario es materia
sustancial de todas las biografías. De hecho, el jovencísimo Poe rompía
relaciones con su padre adoptivo a menudo, y luego volvía a buscar su
comprensión y su amor, ya sea a través de cartas melodramáticas o con su
presencia escandalosa que anulaban las acciones rápidas de madrastra y
empleados domésticos, echándolo a patadas de la casa familiar.
Pero Poe aportaba a la conflictiva
relación algo muy importante en su favor: libros. En 1827 publica el primero: Tamerlán
y otros poemas. Dos años después, Al Aaraaf, Tamerlán y poemas
menores y en 1831, un tercero: Poemas. Su padre no quería saber nada
de él, pero antes de morir en 1834 bien podía llegarle la noticia de que aquel
hijo terrible también publicaba cuentos, y que ganaba premios con ellos.
El poeta se abocaba ahora a los
relatos para presentarse en certámenes literarios y ganar los dólares que su
padre le negaba. En 1832 se presentó a un concurso con un cuadernillo de cinco
cuentos impactantes; no ganó el premio pero su lectura impulsó a los editores a
publicar aquello que los había sobrecogido, entre ellos el relato
“Metzengerstein”. Por fin en 1833 gana el primer premio del concurso convocado
por el Baltimore Saturday Visitor, con “Manuscrito hallado en una
botella”. Uno de los jurados, que luego se convertiría en defensor y mentor de
Poe, era un hombre con un nombre contundente: John Pendleton Kennedy.
Pero ni los laureles ni los papeles impresos podían conmover al ya muy
enfermo John Allan : no dejó en su testamento ni un céntimo para Edgar Allan
Poe, quien si bien es conocido universalmente lisa y llanamente como “Poe”,
mantuvo el resto de su vida el apellido de su familia adoptiva sin quitarlo del
medio.
Autopercepción
En 1842, Poe acercó una nota
autobiográfica a Rufus W. Griswold –el escritor y reverendo que sería el
ambiguo albacea de Edgar- para que fuera incluida en The poets and poetry of
América, a punto de publicarse. La
presentación es sensacionalista y mezcla datos de la realidad con la más pura
fabulación.
Allí se refiere a su origen, a sus padres muertos que lo
dejaron huérfano a los dos años de edad.
Omite la profesión de sus verdaderos padres, el teatro, pero no la de su abuelo
paterno, el general Poe, que llegó a ser
héroe y amigo de Lafayette. Cuando presenta a su familia adoptiva, lo
hace girando su discurso alrededor del Sr. Allan, a quien presenta diciendo “un
caballero muy adinerado de Richmond, Virginia, que se encariñó conmigo”. Unas líneas más adelante, sostiene: “Me
crió la familia del señor A., que siempre me consideró su hijo y
heredero, dado que no tenía otros descendientes”. Luego, comienza la
retahíla de fabulaciones: viajes por Europa plagados de aventuras a lo Byron,
que hoy está demostrado que no hizo. Nada menciona de los hijos ilegítimos de
Allan, y reduce a uno los tres hijos que tuvo este con la segunda esposa, (una
vez que murió la protectora de Edgar, la Sra. Frances Allan). Finaliza Poe
diciendo : “Si bien era dueño de grandes propiedades, no me dejó nada”.
De hecho, la adopción legal nunca se
efectuó, y cuando el Sr. Allan muere, no incluye en la herencia a ese hijo turbulento a quien le ha negado
una y otra vez apoyo y con quien ha tenido violentos altercados numerosas
veces. Para la posteridad, John Allan ha quedado como un señor flojo de entendederas y profundamente tacaño.
Pero el itinerario de Edgar Allan Poe sugiere que era muy difícil lidiar con
él. Desfiló por ciudades y redacciones de periódicos y revistas buscando la
aprobación y la aceptación de su difícil personalidad. Lo echaron los jefes, lo
acusaron sus pares.
Es interesante estudiar la vida de Edgar
Allan Poe con un mapa de la costa este de Estados Unidos en la mano. Su vida transcurre como la de un verdadero
trashumante. El azar quiso que naciera en Boston, porque su madre actriz estaba
representando una obra allí. La orfandad y adopción se producen en el Sur, en Richmond, Virginia,
adonde vuelve una y otra vez a lo largo de su vida de cuarenta años. En la
infancia se educó en colegios de Londres, pero desde la adolescencia ya se lo
encuentra alternativamente en Richmond, Filadelfia, Baltimore, New York.
Ese trasiego en busca de éxito, o sencillamente, de un lugar en el mundo
donde vivir y escribir, puede ser imaginado acompañado de libros, de revistas,
de papeles, de paquetes de cartas.
Adjudica a las tremendas negativas de su padre adoptivo el hecho de
haber buscado el ejército para mantenerse en un principio, donde fue dado de
baja, al igual que en la Academia militar. Pero Poe también confiesa “me
encomendé a la literatura como remedio”.
Edgar Allan Poe fue un autor prolífico, pero no sólo de cuentos y
poemas. Fue un periodista cultural, un
crítico literario. Se ganaba la vida con su pluma. En su nota autobiográfica
inflada declara: “últimamente estuve escribiendo artículos sin
cesar para dos publicaciones británicas”. Otro invento, pues se sabe que
nunca escribió para Inglaterra, pero que demuestra su visión de sí mismo como
un laborioso de la pluma, un escritor vertiginoso que produce incansablemente.
Talento vs grisura
La percepción que tenía de sí Poe a
medida que van pasando los años va confirmándose. Él se siente un genio, un
intelectual extraordinario. Lo era: fue uno de los hombres más imaginativos de
todos los tiempos, maestro del género terror, iniciador de la literatura
policíaca y precursor de la ciencia
ficción.
Fue también poeta y performer. Compuso poemas que resultaron
célebres por su extraordinaria sonoridad, como “Annabel-Lee”, o el sobrecogedor
“El cuervo”, que no sólo producía efectos misteriosos en quien lo leía, sino en
quien lo escuchaba de boca de su propio autor. Los lentos recitados de Poe,
vestido de negro, con su voz profunda, eran un éxito: la gente pagaba entrada
para escucharlo presa de la admiración. También supo recitar su delirante y
poético ensayo sobre el universo, “Eureka”, pero esta vez no en sala de
conferencias sino en tabernas y en bares.
Era un genio pero resultaba exasperante
convivir con él. Uno tras otro se fueron desprendiendo de Poe los dueños de las
revistas que lo contrataban como redactor.
Por su parte, a él lo exasperaba la mediocridad humana. En los numerosos
artículos de Poe que pueden ser incluidos como Miscelánea, aparece una y
otra vez la cuestión obsesiva de qué es ser un genio.
En enero de 1848, un año antes de su
muerte, escribió en el Graham’ s Magazine: “Nosotros, simples hombres
del mundo, (...) deberíamos estar alertas no sea que –imaginándolo en las
últimas- insultemos y maltratemos a algún pobre genio en el mismo instante en
que pone un pie en lo más alto de la escalera del triunfo. Es un truco habitual
que estos individuos, cuando están por lograr un objetivo largamente
acariciado, se hundan ellos mismos en el profundísimo abismo de una aparente
desesperación, con el único propósito de incrementar el espacio de éxito por el
que han decidido trepar”. No hace falta hilar muy fino para percatarse que,
entre los dos bandos (los simples hombres del mundo y los genios autodestructivos y ególatras), se pone en el
segundo.
Laborioso
La conciencia del propio valor es lo que
llevó a Poe a tener esa constancia que lo sustrae de los pozos depresivos, de
los episodios casi psicóticos, del alcohol profuso y vomitivo, del láudano, del
opio. La desesperación nunca lo traga del todo, como los abismos se tragan a
los personajes de sus cuentos, como se traga el lago a la casa de los Usher. En
el prefacio a Tamerlan y otros poemas, su primer libro firmado bajo el
seudónimo “Un bostoniano”, el jovencísimo Poe dice una frase profética:
hablando de sí mismo en tercera persona declara que “el fracaso nunca lo
hará desistir de ninguna decisión que haya tomado”.
De hecho, el tesón con que una y otra
vez intenta publicar los libros para los cuales el padre no ayuda con un dólar
en su edición, se corresponde con el tesón con que intenta fundar revistas,
revistas literarias que no significan sólo un artilugio para ganarse el pan,
sino proyectos llenos de entusiasmo con severos lineamientos metódicos de cómo
debe ejercerse el periodismo cultural y la crítica literaria.
Despedido de su primer gran empleo como
periodista en el Southern Literary Messenger, su energía lo llevaba a
fantasear y programar una revista literaria donde pudiera hacer aquello que el Southern
no le había permitido: “Me resultaba difícil imprimir a sus páginas esa
individualidad que considero esencial para el éxito total de una publicación de
ese tipo. (...) Me pareció que era de vital importancia mostrar un carácter
definido y constante, con una marcada certeza de propósitos. (...) El principal
objetivo de la revista que propongo será que se le reconozca como una
publicación en la que siempre se podrá encontrar una opinión honesta y valiente
sobre cualquier tema.(...) Su propósito principal será el de entretener,
apelando a la versatilidad, la originalidad y la mordacidad”.
Corría el año 1840 y Poe buscaría a lo
largo de esa década publicar por fin esa revista, sin conseguirlo. Los nombres
como Penn Magazine, o The
Stylus, se desvanecían en el aire. En cambio, Poe debía trabajar en
publicaciones de otros –la mencionada Southern Literary Messenger, el Burton’s
Gentleman Magazine, el Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine, el Broadway
Journal- pujando siempre entre la
conciencia de su propio valor y la mediocridad colectiva.
En efecto, como contrapartida de la obsesión por el genio está la
obsesión por la mediocridad. La pasión de Poe por denunciar un mundo de
mediocres a su alrededor se ve en los numerosos artículos que pueden ser
incluidos bajo el rótulo Miscelánea y que denuncian estupideces de otros
autores, ya sean contemporáneos o de la Antigüedad. Mezclada con la necesidad
de señalar la estupidez, Poe es un obsesivo rastreador de plagios.
(Curiosamente, él también sería acusado de escribir plagios cuando se descubrió que un ¡tratado sobre moluscos!
que había aparecido bajo su firma, en verdad era un “levante” de un libro
inglés).
Poe, que era un hombre de una vastísima
cultura y un lector contumaz (se dice que leía hasta quince libros en un mes y
que se quedaba hasta la madrugada leyendo noche a noche), perseguía a los imitadores
entre los clásicos y entre sus contemporáneos.
En el Graham’ s Magazine aparecieron una serie de análisis
literario/grafológicos , donde Poe realizaba un irónico paralelo entre la
producción literaria de los escritores de moda y su caligrafía. Artículos como
estos dieron lugar a una feroz polémica y una guerra desatada entre Poe, pertrechado
en sus publicaciones, y los literati, atacando desde cartas de protesta
al periodista que cumplía con su ideal de “mordacidad”.
Buscador de plagios
Del poeta consagrado en su tiempo
H.W.Longfellow (profesor de Filosofía Moral de la Universidad de Harvard), dice
irónicamente que “merece ocupar el
primer lugar entre los poetas de Estados Unidos, ciertamente el primer lugar
entre quienes dicen ser poetas prominentes. Grandes son sus virtudes mientras
que sus pecados son, principalmente, los de afectación e imitación (imitación a
veces rayana directamente en plagio).”
Su irreverencia asimismo muestra una prelidección por los insultos
literarios, de los que evidentemente también él fue blanco furibundo cada vez
que publicaba una de sus críticas “mordaces” y los autores escribían
protestando para defenderse.
Como preámbulo a su serie de artículos La
gente de letras de la ciudad de Nueva York, Poe realiza una declaración de
principios sobre lo que debe ser la crítica literaria e insiste que el gran
error de sus “colegas” contemporáneos está en que en lugar de juzgarse el
libro, se juzga al autor del libro. “Así se construyen las “reputaciones” efímeras
las cuales, en su mayor parte, cumplen el propósito para el que fueron
diseñadas, es decir, llenar las billeteras del charlatán y del editor del
charlatán.”
La descripción que continúa realizando
Poe en 1846 de las roscas literarias brilla por su lucidez ciento cincuenta
años después: “Los charlatanes literarios buscan, especialmente, conectarse
personalmente con quienes están relacionados con la prensa. Estos últimos, al
escribir una crítica voluntaria sobre el libro escrito por un conocido, parecería
que escriben no tanto para que la crítica sea leída por el público, sino por el
conocido”.
Escribir para el mundo
Así aparece en Poe la dicotomía
público/rosca literaria que él tiene clarísima y por cuyo primer polo se
inclina. Poe se sabía admirado por el público. De hecho, cada vez que comenzaba
a trabajar en una publicación, cada vez que sus cuentos se publicaban en una
revista, las ventas crecían. Los editores lo sabían, por eso aguantaban una y
otra vez los problemas de Poe con el alcohol, sus depresiones y su ausentismo
laboral. Pero a los editores no les convencía como periodista Poe. Les irritaba
que fuera tan “mordaz”, que sintiera esa predilección por destrozar al escritor
mediocre.
Poe se defendía diciendo que si se hacía un recuento minucioso de sus
reseñas literarias, la mayoría de ellas eran positivas y que sólo en una
minoría había sido destructivo. Sin embargo, el perfil de Poe como crítico fue
siempre cuestionado por sus jefes, que no querían llevarse mal con catedráticos
y colegas de otros medios de prensa.
Cuando planifica sus revistas literarias,
cuando escribe el desideratum de lo que debe ser una revista literaria, se sabe
un ciudadano de la República de las letras, a la cual hay que servir en sus
intereses generales y no particulares, considerando “el mundo en general
como el único adecuado para el autor”.
Y fue justamente el mundo en general quien
lo leerá con fruición, pues Poe constituye esos extraños casos de escritor
refinado y culto, antiprogresista (como buen sureño), aristocratizante y
decadente que sin embargo se ganó a las masas de lectores. Muchos de sus
cuentos se harían sumamente populares. Ya en vida de Poe, el éxito de “El
Cuervo” fue todo un aviso. También su conferencia El principio poético fue
escuchada por un público que abarrotaba la sala.
Su última gira literaria en 1849 es un
éxito, ese éxito que su ego ardiente y a la vez autodestructivo buscaba. En
Richmond, el rechazado por el padre adoptivo, el hijo de actores tuberculosos
que nunca fue oficialmente adoptado por la acaudalada familia, el que no tenía
dinero para derrochar como sus compañeros de la Universidad, ahora, tantos años
después, da conferencias y gusta a todo el mundo. Lo escuchan y aplauden.
Recita “El Cuervo” una y otra vez.
Dicen que en esos últimos días de su
existencia Edgar Allan Poe llegó a ser feliz, reencontrándose con el viejo amor
de su adolescencia de quienes intrigas
familiares habían separado, Sarah Elmira Royster Shelton, viuda ya y libre de
reiniciar una relación con él.
El 24 de setiembre de 1849 da una última
conferencia: los organizadores han
subido los precios de las entradas de la misma. Su propósito es casarse con
Elmira, pero debe continuar su viaje hacia Baltimore, Filadelfia y Nueva York.
Unos días más tarde, el rastro se pierde
y comienzan las hipótesis. Lo cierto es que Edgar Allan Poe apareció en
Baltimore tirado en la calle, con la ropa dura de tan sucia, cual “clochard”
alcoholizado al extremo. Nadie sabe si se detuvo en alguna taberna para
desembocar en un abismo de incontinencia frente a su viejo amigo y enemigo, el
alcohol, o si fue víctima de ladrones o estafadores o cazadores de votos, que
buscaban vagabundos para embutirlos de licor y hacerlos votar una y otra vez
por su lema. El 7 de octubre murió en un
hospital, presa del delirio.