lunes, 3 de abril de 2017

ILÍADA, de Homero

Canto I

Inicio de la cólera de Aquiles.




Esta imagen corresponde a un fresco de Pompeya, conservado casi intacto debido a que
la ciudad romana fue cubierta por las cenizas del temible volcán Vesubio, en el siglo I
A C. Esto demuestra que casi ocho siglos después de componerse la Ilíada, sus escenas seguían siendo capitales en la cultura grecolatina.
La pintura representa el momento en que Aquiles, en plena disputa con Agamenón, está desenvainando su espada para castigar la terrible acusación que acaba de inferirle el rey: "Huye pues si tu ánimo a ello te incita". Aquiles no puede soportar que se le acuse de cobarde, pero llega del Olimpo Minerva, la diosa de la sabiduría y de la guerra, que tiene entre todos los guerreros aqueos como favorito a Aquiles, y lo detiene tirándole del pelo.



Inicio de La Ilíada


En el Canto I, desde el primer párrafo, la voz narradora muestra la gravedad de los hechos a contar, pidiéndole ayuda a una diosa, -la musa- para contar una narración monumental, donde murieron tantos hombres de forma indigna. Hombres cuyas almas fueron precipitadas al Hades pero cuyos bellos cuerpos de guerreros no recibieron los rituales fúnebres esperados, sino que fueron devorados por perros y aves de rapiña.
El narrador enseguida advierte que el gran suceso que precipitó el desenlace de la guerra de Troya y el momento extremo de violencia y muerte fue la cólera de Aquiles, ira que se desató luego de la separación, disputando, de los guerreros y héroes Agamenón y Aquiles.
Inmediatamente pone a quienes escuchan -o leen- La Ilíada en antecedentes de tal pelea.
Los aqueos mientras asedian la ciudad de Troya, amurallada, han saqueado ciudades vecinas. Acampan a la orilla del mar, en tiendas.
De pronto, llega un anciano, un sacerdote de Apolo, dios que se venera en Troya. Se llama Crises y no es un simple anciano, sino que viene con las ínfulas del dios, con el símbolo de que Apolo le ha conferido poder.
Crises viene a exhortar a los aqueos a que devuelvan a su hija Criseida, raptada en uno de los saqueos por los griegos. Pero ofrece a cambio un espléndido rescate, que los dioses les permitan ganar la guerra y volver a casa felices y vivos.
Agamenón reacciona con violencia: "Que yo no te encuentre, anciano, cerca de las cóncavas naves", le grita amenazador.
Él es el rey, el jefe del enorme ejército aqueo, y por ahora nadie osa a contradecirlo. Defiende su derecho a quedarse con Criseida, ya que es su botín de guerra. Pero públicamente expresa su pasión por ella: prevé que le vendrá la vejez en su cama, en Argos. Eso significa que se piensa quedar con ella como concubina por el resto de sus días.
El sacerdote no contesta y se va por la orilla, su furia se advierte con el paralelismo de la imagen del "estruendoso mar", pero su llanto y su súplicas a Apolo son significativas: "paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas".




El liderazgo de Aquiles


Pronto los guerreros aqueos (los dánaos) empiezan a morir. Bajo el símbolo de las flechas del terrible dios Apolo, (dios de la belleza, del sol y de la música), caen los hombres uno tras otro. Los aqueos creen que se trata de una peste, pero el narrador nos informa que es la venganza de Apolo por el ultraje hacia Crises.
Pasados nueve días de muerte y horror, el griego que toma la iniciativa para buscar una solución es Aquiles. Ante la situación de emergencia, quien debería haberlo hecho es el rey jefe, es decir, Agamenón, pero al parecer Aquiles es un espíritu libertario y no acepta las jerarquías ni la injusticia.
Llama a junta, a asamblea, porque sabe que hay que tomar una decisión. Tal vez tengan que regresar a su patria, pero antes tienen que averiguar si el dios Apolo está ofendido por alguna hecatombe o sacrificio ritual que los griegos no han cumplido. Aquiles en este momento parece un hombre sutil, que con mucho tacto evita hablar de lo que todos deben intuir. Apolo está indignado por la deshonra realizada a Crises, su sacerdote.
No obstante, propone consultarle a un adivino. Quien inmediatamente se da por aludido es Calcas, quien tiene un historial terrible de vaticinios con Agamenón. 
Él fue quien interpretó el deseo de los dioses de que Agamenón optara por llegar a Troya con vientos favorables a cambio de que sacrificara a su hija Ifigenia. Y Calcas dice la verdad: el origen de la peste que diezma a los soldados aqueos es la negativa de Agamenón de entregar a Criseida.
Cuando Calcas habla, y cuenta el verdadero motivo de la peste, la reacción del temible Agamenón no se hace esperar: "Adivino de males, jamás me has deparado nada bueno".
Sin embargo, luego de realizar una loa a Criseida, donde compara a esta bella joven con su madura esposa que ha quedado en Argos, la reina Clitemnestra, anuncia que está dispuesto a entregar a Criseida.
Pero antes anuncia que le vayan preparando otra recompensa. Tácitamente, está esperando que los aqueos le entreguen una de sus mujeres/trofeo que se han traído de palacios y templos.
"Ved cómo se me va de las manos aquello que me correspondía", dice Agamenón. Sí, es verdad, en esta sociedad jerárquica, viril y guerrera, el rey tenía derecho a la mejor recompensa.
Pero los dioses se lo impidieron. ¿Acaso los hombres podrán subsanarlo?

Explota la cólera de Aquiles





Los héroes pelean en la batalla y en el Ágora.

Cuando Aquiles escucha la réplica de Agamenón a Calcas, inmediatamente reacciona con indignación. La propuesta del rey le parece injusta. Si bien Agamenón aceptó devolver a Criseida a su padre, ha dejado bien claro que se llevará otra recompensa. Por ahora no ha mencionado que se llevará a  la mujer raptada que desee, aunque tenga que sacarla del lecho de otro jefe. Pero está implícita la posibilidad.
Agamenón con ello ha dejado claro que es el amo del poder, que todos los aqueos deben aceptar sus decisiones. Pero Aquiles no cree en las jerarquías sociales. Aquiles es joven y rebelde, profundamente individualista. Repudia la decisión de Agamenón con una lógica casi democrática donde explica que si el botín ya está repartido, no es posible volverlo a reunir y distribuirlo otra vez. Le propone esperar a saquear nuevas tierras y riquezas, es decir, tomar la amurallada Troya. Es una propuesta algo frustrante para  un hombre como Agamenón.
Aquiles no comprende exactamente la dinámica del poder. El rey Agamenón estaba enamorado de Criseida, y en verdad no le interesan las mujeres raptadas de los otros jefes, pero no quiere quedar frente a los hombres como el único que se ha quedado sin concubina.
Agamenón le espeta a Aquiles un retorcido pensamiento: parece, según él, que el gran guerrero quiere conservar su recompensa y quiere dejarlo al
Atrida, nada menos que el rey, sin la suya.
Entonces por fin pronuncia la perturbadora amenaza: su poder le permitirá dirigirse a cualquiera de las tiendas de los hombres que lo acompañan y arrebatarle la mujer. Hace una enumeración de aquellos a los que podría quitarles el botín, y entre esos posibles candidatos está Aquiles.

La cuestión de la GLORIA

La respuesta exasperada de Aquiles no se hace esperar. Acusa a los gritos a Agamenón de ser imprudente y codicioso. Y cuestiona que los hombres sigan a las órdenes de un rey tan poco merecedor del cargo que ostenta. Luego se refiere a sí mismo, a su personal historia. Él no ha venido a esta guerra por venganza, ni porque los troyanos hagan cometido ninguna clase de “robo” contra él. Alude al rapto de Helena y a la vergüenza de Menelao. Habla en plural, como si fuera un verdadero representante de todos los aqueos. “Hemos venido para darte el gusto de vengaros a Menelao y a ti, grandísimo insolente.” Los insultos muestran la furia de Aquiles: “cara de perro”. Y menciona un elemento esencial: él es quien sostiene la parte más pesada de la guerra, él  es el guerrero más fuerte y valiente, pero el gran botín se lo queda Agamenón. Esto, aunque injusto, no sería un problema para Aquiles, pues él no ha venido a buscar riquezas a la guerra de Troya, sino gloria.
Al ofenderlo Agamenón, ante la posibilidad del ultraje de que se lleven su recompensa, Aquiles anuncia que se retira del campo de batalla. No quiere permanecer sin honra.
Entonces Agamenón, que no es solo poderoso sino habilidoso en sus palabras, encuentra la mejor forma para humillar a Aquiles: “Huye pues, si tu ánimo a ello te incita”.
Aquiles ha amenazado con abandonar la guerra no por cobardía, por cierto, sino porque ya no quiere estar a las órdenes de un hombre al que desprecia, Agamenón. Pero para Aquiles que se le llame cobarde es terriblemente hiriente.
Él supo elegir, tiempo atrás, entre dos posibilidades que le dieron los dioses: una vida anónima, larga y pacífica, que no dejará rastros en la Humanidad, o una vida corta y con gloria, por la que Aquiles será inolvidable en la memoria de los griegos. Por eso él está en Troya, asediándola, para convertirse en el líder de una gesta sin igual en la Historia.
Pero ante el desprecio público de Agamenón, quien además señala que nadie es insustituible  y que Aquiles no es imprescindible para ganar la guerra,  el fuerte guerrero experimenta una furia sin par. Se sabe que para los griegos dejarse llevar por las pasiones, no respetar ningún límite,  es un pecado peligroso: el PECADO DE HYBRIS. Contrariamente, la SOFROSINE, es la virtud más esperable para un griego. Se trata de la mesura y de la capacidad de no perder el control sobre sí mismo.
Pero lo que ha dicho Agamenón sobre Aquiles es demasiado hiriente. Entonces Aquiles, desenvaina la espada, aunque aún en su velludo pecho están sus sentimientos confusos. Sus deseos de matar  a Agamenón chocan con la realidad de que ese hombre abominable es el rey de todos los guerreros que miran con expectación la escena.


Llega Minerva para limitar el odio.

De pronto sucede algo inesperado… Minerva, la diosa de la guerra y de la sabiduría, que se halla a favor de Aquiles, baja del Olimpo y le tira de la rubia cabellera, para detener el impulso asesino de Aquiles. Lo curioso es que sólo la ve Aquiles, sorprendido, puede mirar sus terribles ojos y escucharla: la diosa le da consejos. Lo detiene en su furia. No debe matar a Agamenón, porque es el rey y gobierna sobre mayor número de hombres. Le ordena envainar la espada y refrenar la cólera, aunque le permite insultarlo de palabra. Si la obedece, algún día será muy recompensado.
Aquiles, que en definitiva representa como héroe el alma y la escala de valores de los griegos, acata a la diosa y dice “Quien a los dioses obedece es por ellos muy atendido”. ¿Es acaso la presencia de la diosa Minerva una representación simbólica de la conciencia humana?
Entonces llueven una catarata  de insultos y descalificaciones sobre Agamenón. De la boca de Aquiles salen reproches que delatan un Agamenón ambicioso que no está a la altura del cargo que detenta en esa guerra. 
Y el joven guerrero reafirma su decisión de apartarse de la batalla. Pronuncia una profecía, por cierto, que ya Minerva le había prometido. Algún día los griegos lo echarán de menos, sin Aquiles la guerra resultará desfavorable y Héctor,  el gran héroe troyano, matará un gran número de hombres. Entonces los griegos irán hasta la tienda de Aquiles y le rogarán que vuelva a la batalla. Y así sucederá.
Pero solo con la muerte de Patroclo en manos de Héctor en el canto XVI Aquiles depondrá su cólera  y se transformará en una verdadera máquina de matar. La cólera se sustituye por el gran dolor por la muerte de su amado amigo Patroclo y el deseo de vengarlo.
En esta escena  con la que prácticamente comienza La Ilíada se ve con claridad el ideal griego de ser humano: se debía ser fuerte, diestro y valiente en la batalla y en el arte del combate. Pero también se debía ser locuaz, inteligente y persuasivo. La palabra, la lógica, el discurso y el razonamiento, ocupaban un lugar privilegiado en la cultura griega.





Canto VI. Coloquio de Héctor y Andrómaca.
Encuentro de los esposos

LA ILÍADA ES UNA EPOPEYA Y POR LO TANTO LA SUSTANCIA NARRATIVA ES BÉLICA. SUS HÉROES SON GUERREROS Y SE ESPERA DE ELLOS ACCIONES DONDE SE DEMUESTRE SU VALOR Y DESTREZA.
Pero los troyanos, además de guerreros, pertenecen a una exquisita civilización. Les conceden un rol a las mujeres y a la familia mucho más elevado de lo que el narrador ha mostrado en el mundo de los aqueos, donde Agamenón era capaz de despreciar a su esposa Clitemnestra delante del ejército y prometer que quien compartiría su lecho hasta la vejez sería la esclava raptada como botín de guerra, Criseida.
En Troya las mujeres usan “hermosos peplos”, es decir, mantos bordados de gran belleza y siempre se las ve en grupo, en relación con otros.
Cuando Héctor hace un alto en la batalla, en el Canto VI, se dirige inmediatamente a ver a su esposa y a su pequeño hijo, a quien los troyanos llaman Astianacte, que equivale a decir salvador. El narrador usa una comparación para explicar la singularidad del niño: “hermoso como una estrella”.
Pero Andrómaca no está en el palacio y Héctor sale a buscarla por las “bien trazadas calles”, lo cual es una metonimia de la enorme ciudad construida por sabios arquitectos.
El héroe viene de un mundo viril, de guerreros ensangrentados y heridos, con escudos de metal y espadas filosas, y recorre así la ciudad.  Las esclavas le han dicho que su esposa se había ido a la torre más alta de la muralla para divisar la batalla.
Y efectivamente, allí se la encuentra Héctor a su mujer junto a las puertas Esceas, las puertas que junto a las murallas impiden que caiga Troya.
Sin embargo, su mujer se acerca a él llorosa, “como loca”. El narrador, que usa muy dosificadamente las comparaciones, con esta tan breve y sencilla muestra el horror de las mujeres ante la guerra.
Héctor advierte el dolor que su amada esposa experimenta, sabe que esa guerra puede perderse y en ese caso todos morirán. Por eso, Héctor, que está lleno de amor hacia su mujer y su bebé, “SONRÍE SILENCIOSAMENTE”. La ternura que le inspiran le hace sonreír, pero los oscuros presentimientos le dan un tono de melancolía a su gesto.
ESTA ES LA PRIMERA DE LAS TRES SONRISAS QUE PAUTAN ESTE EMOTIVO DIÁLOGO QUE RESULTA SER LA DESPEDIDA ENTRE LOS ESPOSOS.

Canto VI


Continúa el coloquio de Héctor y Andrómaca


Cuando Andrómaca se enfrenta a su esposo lo recibe con una sarta de reproches. Le suplica que no haga desgraciados a una esposa y a un tierno hijo, por lo tanto, que no salga a batallar. Algo inverosímil dado que Héctor es el líder del ejército teucro.
LO QUE ANDRÓMACA DICE ES UN PARLAMENTO. SE TRATA DE UNA FORMA DE ESTILO DIRECTO, INCLUIDA DENTRO DE UN DIÁLOGO, DONDE EL PERSONAJE SE EXPLAYA Y HABLA LARGAMENTE FRENTE AL OTRO QUE LO ESCUCHA. EN LA ILÍADA, LOS PARLAMENTOS SIEMPRE TIENEN UNA LÓGICA Y UNA CAPACIDAD ARGUMENTATIVA MUY FUERTE.
Andrómaca inicia su súplica a Héctor con reproches, pero inmediatamente le recuerda todo el daño que le ha infligido Aquiles, la sombra que se cierne sobre Héctor. Aunque Aquiles en este momento se ha retirado del combate, ofendido por la afrenta de Agamenón, los esposos tienen claro que algún día volverá y su regreso será terrible.
Aquiles ha destruido toda la familia de Andrómaca. Entonces ella realiza una ENUMERACIÓN de todos los seres amados a los que ha asesinado Aquiles. El padre fue muerto por Aquiles cuando tomó la ciudad de Tebas. Sus siete hermanos, fueron todos masacrados por Aquiles el mismo día mientras estaban pacíficamente junto a sus ovejas, símbolo de inocencia. A la madre de Andrómaca la tomó como botín y murió como esclava.
La súplica de Andrómaca llega a su punto máximo cuando le declara a Héctor que ahora él es su padre, su hermano y su madre. Es una mujer que ha perdido todo y lo único que le queda es ese  venerable esposo, quien también protege a su hijo. Entonces, paradójicamente, le da un consejo de guerra: “pon el ejército junto al cabrahigo”, un lugar por donde la ciudad amurallada resulta más vulnerable. Puede resultar absurdo que una mujer le indique cómo hacer la guerra al militar, pero el presentimiento de Andrómaca es perturbador. Son vulnerables pese a las murallas.
El discurso de Héctor le da la razón: “Todo esto me preocupa, mujer”, pero a continuación le explica que nunca podrá renunciar al rol que el destino le ha encomendado, ser el guerrero más valiente que defiende a su pueblo. No puede retroceder, ni  ponerse a la defensiva, porque entonces sería una vergüenza frente a los troyanos. Su padre fue un hombre glorioso y valiente, y él también debe serlo.
Pero comparte el presentimiento de Andrómaca, y sabe que llegará el día en que perezca Ilión a manos de los aqueos. Sin embargo, prefiere morir antes que ver  a Andrómaca apresada como botín de guerra y enviada como esclava a tejer en Argos, o  convertida en una pobre mujer que debe ir a buscar el agua a la fuente.
En  ese momento, Héctor desea tomar a su bebé en brazos, pero el niño, asustado por el casco de bronce y crines que lleva en la cabeza su padre, llora. Entonces los padres, instintivamente se miran y se sonríen ante la inocencia del niño, que no reconoce a su padre.
ES LA SEGUNDA SONRISA DE ESTA ESCENA, UNA SONRISA DE UNIÓN Y COMPLICIDAD.
Héctor se quita el casco y a continuación toma el bebé en brazos, imagen extraordinaria en una epopeya cuyo tema central es el combate entre guerreros que se juegan la gloria.
El héroe meciendo al bebé resulta intensamente conmovedor. Héctor es mucho más humano que Aquiles, que ha elegido morir con gloria joven, en lugar de vivir anónimamente rodeado de su familia.
Héctor invoca a los dioses con su hijo en brazos, y les pide que continúen la estirpe de guerreros valientes en él. Por lo tanto, les ruega que su hijo crezca, que sea un hombre, que sea un guerrero, que haya un futuro para él. Es una forma de suplicar que no pierdan la guerra.
Pero el coloquio termina con el héroe consolando a su mujer: “¡Esposa querida!”, exclama. Y a continuación expresa un concepto que está tácitamente en el destino de todos los personajes de La Ilíada. No morirá ni su alma se precipitará al Orco antes de que el HADO, el destino, lo indique. Antes de que lo dispongan los dioses. Hay una posición fatalista en Héctor, pero ello no significa que renuncie a sus valores, como el compromiso con su pueblo y el valor en la defensa de la ciudad.
La muerte es inevitable PERO HÉCTOR CUMPLIRÁ CON SU DEBER. Entonces vuelve a la batalla, y se despide de su esposa e hijo, tal vez para siempre.
Cuando se alejan, Andrómaca se da vuelta cada tanto para mirar a su esposo con una SONRISA BAÑADA EN LÁGRIMAS. ES LA TERCERA SONRISA DEL EPISODIO QUE NOS MUESTRA UNA HERMOSA ANTÍTESIS. A PESAR DEL DOLOR, EL AMOR QUE HA RECIBIDO ANDRÓMACA DE SU ESPOSO LE DA FELICIDAD. ES UNA SONRISA TAMBIÉN DE ESPERANZA, PORQUE HÉCTOR HA PROMETIDO QUE CUMPLIRÁ CON LA MEJOR OPCIÓN: LUCHAR POR ELLA Y POR EL NIÑO. LO QUE EL HADO Y LOS DIOSES DISPONGAN NO DEPENDE DE NINGUNO DE ELLOS.




Canto VI
Aquiles y Héctor frente a frente.







La diosa Atenea, metamorfoseada en el hermano de Héctor, Deífobo, convence al héroe para que este detenga su huida y enfrente a Aquiles. Héctor se deja persuadir y efectivamente, ya no le da la espalda y exclama que está dispuesto a dar batalla, muera quien muera, o muera quien así decidan los dioses. 
Pero  así como declara que está dispuesto a morir también le propone un pacto a Aquiles. Algo insólito  si se piensa en las características de Aquiles, pero no desatinado si se tienen en cuenta el respeto a las normas y a la sociedad por parte de Héctor.
El pacto se refiere a qué hará cada uno con el cuerpo del otro. En primer lugar, Héctor propone no insultar  al otro que haya muerto. En segundo lugar, plantea que el cuerpo sea entregado a los familiares para que se realicen los ritos fúnebres.
Héctor está proponiendo respetar el honor de los guerreros. Para los griegos, la peor muerte posible de un batallador era ser ultrajado y su cuerpo comido por las fieras. Los griegos creían que la grandeza de un guerrero se manifestaba en la belleza de su cuerpo atlético y fornido. Si este es despreciado y despedazado al morir, toda gloria habría sido en vano.
Y es evidente que Aquiles no acepta pactos. Está lleno de deseos de venganza, el pecado de hybris anida en su alma y no puede aceptar límites a su odio. “¡Héctor a quien no puedo olvidar!”, exclama. Ante él tiene el asesino de su amigo Patroclo, que era el ser más amado por Aquiles. No concibe estar haciendo acuerdos con él, del mismo modo que no es posible que haya acuerdos entre los lobos y los corderos, lo los leones y los hombres.
Todo el episodio está perlado de comparaciones que señalan la desproporción de fuerzas entre el semidiós Aquiles y el ser humano Héctor, un héroe, pero hombre al fin. 
Y Aquiles  le vaticina, con crueldad, que mientras que a Héctor lo comerán los perros,  Patroclo  recibirá sus correspondientes honras fúnebres.
Sin embargo, Héctor es valiente y está dispuesto a luchar por su gloria, no a  morir por la espalda huyendo. El combate comienza y Aquiles erra: si bien es muy fuerte, también comete errores. Entonces Héctor se alegra. Él no erró su tiro, aunque Aquiles lo contuvo con su escudo.  “¡Erraste el tiro, deiforme Aquiles!” Héctor se llena de confianza, porque  percibe sus fortalezas (tiene una extraordinaria puntería, sin ser un dios).
Pero ambos no están solos. Los dioses, y el destino, se inmiscuyen en la vida de los humanos. Atenea le entrega otra lanza a Aquiles y en cambio desaparece como figura de Deífobo. Héctor llama a este y al ver que no está, comprende el ardid de la diosa. Entonces reconoce “Ya los dioses me llaman a la muerte”. Y dado que ha de morir, prefiere hacerlo con gloria y realizando algo que llegue a oídos de los venideros. Está previendo el porvenir, donde en la cultura Occidental Héctor, héroe de Troya, es un paradigma de valor y honradez.
Entonces los roles se invierten y es Héctor el que se lanza sobre Aquiles, como un águila. Ambos cuerpos se embisten, pero Aquiles soporta los embates de Héctor, mientras busca la forma de clavarle la pica, la lanza que le volvió a entregar Atenea, en ese cuerpo tan  bien pertrechado por la armadura de Patroclo que ahora protege a Héctor. Sin embargo, hay un espacio por el cual es posible atravesar el cuerpo de Héctor, que es la garganta. Por allí le clava la lanza, y mientras lo hiere, lo insulta, tal como temía Héctor: “¡Necio!”, le grita. Y le recrimina la muerte de Patroclo, advirtiéndole que su venganza continuará más allá de la muerte. Efectivamente, le asegura que el cuerpo de Héctor será mancillado por los perros.
Héctor ha quedado herido de muerte, pero aún puede hablar. Agonizante, le suplica a su matador que no permita que se ensañen con su cuerpo los perros en campamento aqueo. En los últimos momentos de su vida piensa en los suyos. Quiere estar muerto en los rituales fúnebres rodeados de sus seres queridos.
Aquiles es inflexible: “¡No me supliques, perro!” Y pronuncia un deseo que es el paradima del hybris: “ojalá mi deseo me llevara a comer tus carnes crudas”. Comer al otro por odio es un tabú para la humanidad. Y repite, una y otra vez, que no entregará el cadáver a los familiares de Héctor y que este será destrozado por las aves de rapiña.
Esto es lo último que escucha Héctor vivo, la imagen terrible de sí mismo contraria a la bella muerte del héroe que cae glorioso en la batalla.  Pero aún tiene un soplo de vida para profetizar a Aquiles la muerte de este según la decisión del destino. Incluso, anuncia quién lo matará, su hermano Paris, el que tiene fama de cobarde, pero que es un gran flechador como el dios que lo protege, Apolo.
Aquiles desprecia la profecía del moribundo, porque cree que morirá cuando los dioses lo llamen. Pero Héctor estaba señalándole algo más que una fecha cercana de muerte: el odio y la furia de Aquiles, su cólera, su pecado de hybris, no es algo bienvenido por los dioses, que esperan del ser humano sofrosine, mesura y equilibrio.
La muerte, personificada, se cierne sobre Héctor: “lo cubrió con su manto”. Mientras todos lloran por un fuerte que desaparecía –los troyanos-, los soldados aqueos vienen a herir el cadáver del adversario, como para comprobar que efectivamente está muerto.
Aquiles, que se halla desconsolado por la muerte de Patroclo, pero quien también intuye oscuramente la suya propia, ya no tiene límites. Ata por los pies a su carro a Héctor y lo arrastra para que el cuerpo quede ultrajado por el polvo.
Sin embargo, este no es el desenlace de La Ilíada. El verdadero desenlace se produce en el Canto XXIV cuando el rey Príamo se acerca a las naves aqueas a pedirle el cadáver de su hijo y Aquiles, al devolvérselo, depone su cólera.

Ya presiente su muerte muy cerca, pues ha alcanzado el máximo de gloria, que es la muerte del contrincante absoluto. Ya es el gran triunfador de la guerra. Y él eligió morir con gloria, pero morir en plena juventud.






Canto XXII: Muerte de Héctor

Importancia del canto

Este canto es el desenlace de La Ilíada, pues aquí parece resolverse el gran conflicto que recorre todo el largo relato: la  cólera de Aquiles.
Aquiles en principio monta en cólera por haber sido despreciado por su propio jefe militar, Agamenón. Ello sucede en el Canto I. Se retira del combate pero no se va a su patria,  Ptía, como aparentemente había prometido. Se queda en su campamento, expectante, pero entonces los aqueos, sin su gran guerrero, llevan la peor parte.
Esta tendencia se interrumpe cuando en el Canto XVI el gran amigo de Aquiles -el amigo amado-, es muerto por Héctor en combate. Como Patroclo se ha vestido con las armas de Aquiles, Héctor supone que ha logrado abatir al gran líder aqueo. Pero, por el contrario, al morir Patroclo en manos de Héctor, Aquiles regresa a la batalla  para vengarlo, con infinito más odio que antes aún. 
Pues que le hayan quitado a Briseida -su mujer esclava- no ha sido más que una humillación. En cambio, la muerte de su amado Patroclo lo ha sumido en el dolor y la desesperación.
Solo en el Canto XXII, cuando Aquiles mata a Héctor, esperamos que la cólera del héroe se aplaque de una vez. Pero sin embargo, Aquiles sigue furioso hasta con el cadáver de Héctor y ultraja a este.
Será en el Canto XXIV en el que Aquiles depondrá verdaderamente su cólera, al entregarle el cuerpo del hijo al Rey Príamo, quien se le presenta en la tienda a rogarle que le devuelva a el cadáver para hacerle los rituales funerarios correspondientes.


Preparación del combate

La primera escena muestra a los troyanos o teucros como cervatillos que huyen ante la avalancha de violencia que produce Aquiles. Instintivamente, los guerreros se refugian en las murallas de su hermosa ciudad. Solo queda Héctor fuera, como inmovilizado. ¿Por qué no huye también Héctor?
La voz narradora atribuye al HADO FUNESTO esta decisión de Héctor de no guarecerse ante el peligro que significa Aquiles, lleno de cólera.
Pero como en toda La Ilíada los dioses participan de la vida humana y sus vicisitudes. Apolo, dios del sol, que apoya totalmente a los troyanos, confunde a Aquiles y le hace pensar que es un guerrero teucro. Aquiles lo persigue para darle muerte, pero ello es imposible, y el dios se burla de él.
No obstante, si bien el dios Apolo es inmortal, Héctor no. Y Héctor ha quedado paralizado ante el destino que todos presienten.
Entonces, primero Príamo y luego Hécuba,, los padres de Héctor, le lanzan desde la muralla sendos discursos para que su hijo recapacite y entre en la ciudad antes de que lo alcance Aquiles, el "de los pies ligeros".
Príamo apela a la sensibilidad y a la inteligencia de Héctor, le recomienda apoyarse en sus otros guerreros, pues  sin estos, no podrá vencer a Aquiles,  "que es mucho más vigoroso". Luego, para conmoverlo, le recuerda todas las muertes de seres queridos que Aquiles le ha infringido a él, el rey Príamo. 
Pero Héctor es el hijo más querido, y Príamo sabe que lo puede convencer previendo el terrible futuro que le espera: la derrota. La derrota implica la muerte desgarradora del rey y del pueblo. El cuerpo del rey muerto será comido por sus propios perros. Apela a su ancianidad para que Héctor acepte entrar a las murallas.
Luego suenan las palabras de Hécuba, la madre de Héctor. Su discurso es más corto y más emotivo. Le suplica, mostrándole los senos que años atrás lo supieron amamantar, que cuide su vida. En  las palabras de Hécuba no cabe la menor duda. Héctor no tiene posibilidades de triunfar frente a Aquiles, que es un semidiós, invencible.
Estos discursos son anticipos, prolepsis, que presagian la suerte que correrá el pueblo de Troya.
Pero Héctor sabe mejor que ellos lo que se juega allí. Todos son conscientes de la inmensa trascendencia de este momento.


El duelo interno de Héctor

En su yo íntimo, se escucha un monólogo de Héctor donde se lo advierte escindido, dudoso. No sabe qué hacer. Si se dirige hacia Troya y se refugia o no. Hasta ahora hemos visto a Héctor como un valioso y temible héroe, pero en este monólogo se lo advierte como cualquier ser humano lleno de miedo.
Teme no solo a Aquiles. Teme quedar como un cobarde frente a sus guerreros.  Se siente culpable por haber confiado demasiado en sí mismo y no haber seguido los consejos de Polidamante, que le había advertido acerca del peligro del retorno de Aquiles a la batalla.
Luego, Héctor, el héroe, comprende que hay otra salida a la situación, que es la de enfrentar a Aquiles, no huir, y si así debe ser, morir gloriosamente. Es la opción más lógica llegado este punto.
Pero Héctor es un ser humano lleno de contradicciones, y en ese momento de quietud y de espera, donde el tiempo parece detenerse mientras Aquiles se acerca inevitablemente, deja correr su fantasía. Imagina que cuando se enfrente a Aquiles podrá proponerle un acuerdo, que incluya la devolución de Helena y  todas las riquezas de Ilión.
Pronto se da cuenta de que esta hipótesis es disparatada. Sabe que no puede ir a pedir a Aquiles, respeto y compasión. En ese caso el terrible guerrero lo mataría "como una mujer". Pronto Héctor se avergüenza de sí mismo y se imagina con sarcasmo la escena, donde él sería equiparable a una doncella y Aquiles a un mancebo. Entonces prefiere, con libertad de conciencia, ser valiente.


Huida de Héctor

Pero de pronto se produce la llegada inevitable de Aquiles, Relumbra su escudo como si fuera el sol naciente, símbolo de comienzo, de victoria.
Héctor al verlo se echa a temblar. La narración, si bien describe con minucia los estados de ánimo de Héctor ante la inminencia de su muerte, jamás lo descalifica ni lo degrada.
El héroe troyano, aterrorizado, corre con una fuerza casi sobrenatural. Aquiles lo persigue y corre porque los dioses le han dado una fuerza descomunal, pero es tal el miedo de Héctor que es capaz de igualarlo en velocidad. Dan tres vueltas a las murallas, y la escena resulta muy angustiante. ¿Hasta cuándo un ser humano podrá resistir si es Aquiles quien lo persigue?
La huida se transforma en una suerte de espectáculo siniestro. Todos los troyanos miran desde las murallas, ellos saben que la vida del pueblo y de la ciudad depende de Héctor. 
Pero también miran los dioses. Los poderosos, desde el Olimpo contemplaban pasivamente. Júpiter propone que en asamblea los dioses deliberen sobre si Héctor debe vivir o morir. Entonces se produce un debate entre Minerva y su padre, Zeus. Minerva, que es la diosa de la inteligencia y de la guerra, sabe que lo que sucede es absurdo. Héctor no puede escapar de un guerrero superdotado como Aquiles. No es razonable. Lo esperable es que gane el más fuerte,  y la diosa indica que el destino o el "hado", hace tiempo que condenó a morir a Héctor. Entonces Zeus acepta que Minerva participe en el combate. 
Los dos héroes continúan corriendo alrededor de las murallas como si fuera una pesadilla.
Se produce entonces una escena que deja en el lector una sensación de injusticia.  Zeus usa la balanza del destino, y el hado determina que el alma de Héctor baje hasta el Orco, es decir, que llegue al mundo de los muertos. Así se ve a los dioses supeditados a una fuerza mayor, el hado.
Minerva baja a la pelea metamorfoseada en Deífobo, un hermano de Héctor, y finge ser un ayudante para el combate. Incita a Héctor a detenerse y a pelear con Aquiles, dado que ahora tendrá ayuda.
¿Es una vil traición... o los dioses en La Ilíada no son más que una representación de las dificultades de la vida humana? Si Héctor se enfrenta a Aquiles, será más débil. No habrá quien pueda ayudar al gran héroe troyano.
Tal vez la cruel intervención de Minerva explique las desigualdades entre los hombres, de una forma poética.
Porque Minerva, disfrazada de Deífobo, no solo no ayuda a Héctor sino que cuando este necesita una lanza, desaparece.









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